No es un hombre cualquiera, aunque en apariencia era un hombre como los demás.
Su reino era un lugar muy venteado, pero a este hombre, que fue rey, jamás se le consideró dueño y señor del viento.
El hombre, que era rey, hablaba con el viento cuando le concedía audiencia en un paraje apartado en el que ellos dos departían, libres y sin prisa, sobre las grandezas y las miserias que todas las épocas han recogido en sus anales.
El viento en su graciosa concesión, escuchaba con amable indiferencia las ambiciones del humano, un mito erigido en rey; por su parte, el hombre vaciado de ornatos, puestos ya a buen recaudo para que el tránsito a la deidad fuera placentero, confesaba sus debilidades, los miedos característicos y esas dudas que acometen con saña en el crepúsculo de la vida.
Así durante tiempo. Hasta que cierto día sin fecha fue el último de reunión, el de una despedida con gesto y sin palabra. Cerrados los ojos, sellada la boca.
El tesoro acumulado por aquel hombre que en vida se tituló rey por designio de un autor célebre, vistió cual áurea mortaja el cuerpo regio. Hasta que otro cierto día, esta vez con fecha, el capricho del viento, quizá añorante de su compañía, desveló a ojos de la posteridad el rostro de aquel rey de hombres que buscaba consejo en la máxima autoridad.