Más voces nacionales doctas y versadas.
En el tiempo que floreció Cervantes y después hasta casi nuestra edad, hubo alguno que otro que le igualase en elevación y amenidad de ingenio; pero ninguno que le aventajase.; en verso no menos que en prosa fue de los más disertos, fáciles y elegantes. Muchos libros nos dejó que, en verdad, son muy estimados por los que anhelan ejercitarse en el campo de nuestra literatura; y, en general, todo el mundo se regocija con la festiva invención de sus Novelas (casi todos los europeos proseen las principales traducidas en sus idiomas), las cuales son llevadas en palma, y con razón celebradas. Un modo de decir fácil y agudo, en que tanto se distingue el autor, y que está como empapado de admirable belleza y elegancia, y un exquisito decoro, mantenido, ante todo, hacen que estas obras superen a las demás de este género. DON QUIJOTE DE LA MANCHA, festivísima invención de un héroe, nuevo Amadís a lo ridículo, agradó tanto que oscureció todas las bellezas de las antiguas invenciones de esta clase que, por cierto, no eran pocas.
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Los críticos distinguen dos especies de orden en la narración: uno natural que comienza por el principio, a que siguen el medio y fin, y otro artificial, en el cual el medio está colocado antes del principio. Conforme a esta división es artificial el orden de la narración en la Odisea y natural en la Ilíada. Cervantes eligió con mucha propiedad el orden natural en el QUIJOTE, como más acomodado a su asunto llano y popular.
Con este orden dirige todos los acontecimientos de la fábula y todas las acciones y discursos de los interlocutores al punto preciso de su objeto, preparando de antemano los sucesos con la mayor naturalidad, variando las pinturas y situaciones con singular destreza, aumentando sucesivamente el interés del lector de aventura en aventura y dejándole siempre columbrar lo lejos de otras más agradables para incitar su curiosidad y llevarle insensiblemente hasta el fin de la fábula.
Todos los acontecimientos raros y extraordinarios del QUIJOTE los previno Cervantes con igual destreza. La historia del desencanto de Dulcinea, tantas veces nombrada, y que merece serlo por su singularidad, está encadenada desde el principio hasta el fin con mucho arte y habilidad. Los juicios y disposiciones de Sancho durante su gobierno, que parecen a primera vista inverosímiles y superiores a sus talentos y capacidad, los preparó de antemano Cervantes en el coloquio del canónigo de Toledo, el cual, hablando con sancho sobre el mejor modo de gobernar, le asegura que lo principal es la buena intención de acertar, porque así suele Dios ayudar al buen deseo del simple, como desfavorecer al malo del discreto. El ardid con el que le precisaron a dejar el gobierno es muy verosímil, porque está naturalmente prevenido con la carta anterior del duque. La graciosa manera de hacerse pastor en que dio Don Quijote, después que se vio precisado a dejar la caballería y las armas, la indicó igualmente el autor en el escrutinio de la librería, cuando la sobrina rogó al cura quemase las poesías pastorales juntamente con los libros caballerescos, no fuese que sanando su señor de una dolencia diera en otra. Estos ejemplos manifiestan suficientemente el orden y naturalidad con que Cervantes dispuso y enlazó los hechos en la narración de su fábula.
La variedad que tiene en las pinturas y situaciones es igualmente arreglada y fecunda. Las descripciones están sembradas por toda la obra de modo que la hermosean sin confundirla ni embarazarse unas y otras. Corriendo la vista por todo el lienzo de la fábula se descubren colocadas simétricamente, y distribuidas de trecho en trecho, la pintura de los estudios, amores y desastres de Grisóstomo, la de los desdenes y condición de Marcela, la del carácter y circunstancia de Dulcinea, la del alba, la de la noche, del rumor que causa el viento en los árboles, y del tenebroso ruido de los batanes, la del desasosiego de los bandoleros y la de la mañana de San Juan. Entre ellas se verán también agradablemente interpuestas las descripciones de las aventuras caballerescas, la que hace Don Quijote de sus imaginados ejércitos, la del ameno sitio donde se divertían cazando las pastoras, y, finalmente, entre otras muchas, la del desencanto anunciado por Merlín en aquella selva, pero exenta de la inverosimilitud que con tanta razón han objetado a este admirable y excelente poeta.
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El principal mérito del estilo de Cervantes es la pureza y propiedad de la dicción, y la claridad y hermosura de su frase; calidad apreciable que le hace comprensible y agradable a las gentes más ignorantes y rudas. Esta general aceptación comprueba que su estilo es llano, natural y conveniente a la materia de su fábula; sin tocar en ninguno de los vicios con quienes tiene afinidad; es sencillo sin languidez, llano sin bajeza y popular sin indecencia.
Verdad es que el QUIXOTE abunda de objetos muy familiares; pero Cervantes sabe pintarlos con cierto decoro (que es la gran dificultad), sin salir jamás del estilo llano, de este estilo que no encubre el menor defecto; muy al contrario del sublime, donde la grandeza de las mismas cosas y la nobleza de la metáfora o la vehemencia de las figuras, disimulan muchos descuidos.
En el estilo del QUIXOTE se vio trocada la hinchazón y gravedad de nuestras antiguas fábulas en simplicidad y solidez, la grosería en decoro y el desaliño en compostura, la dureza en elegancia y la aridez en amenidad. Cervantes supo sazonar sus cuentos muy oportunamente con todas las galas del estilo urbano, y con todas las gracias del festivo, y sin afearlo con bufonadas y chocarrerías indecentes. Pinta los defectos ajenos con toda la viveza de la ironía más fina y salada. Cuando hace hablar a su héroe ridículo heroicamente, entonces levanta de punto su estilo por un tono magnífico y pomposo. Cuando el rústico y simple escudero se descose en decir indiscreciones, habla con una naturalidad que encanta. En ninguna obra están mejor aplicados los modos de hablar familiares y los refranes: en aquéllos se renueva la primitiva pureza y casta de la lengua; y en éstos, por su espíritu y discreción, se hermosean y suavizan los preceptos de la moral.
Tampoco carece el estilo del QUIXOTE de una grata y fluida armonía, cuya dulzura y nobleza es en algunos lugares incomparable: en donde se hace alarde, no sólo de la afluencia, riqueza y numerosa grandiosidad de la lengua castellana, sino de la gala y bizarría de figuras elocuentes con que realza el tono de su elocución. Esto se siente y gusta con mayor eficacia y sabor en ciertas prosopopeyas cuando personifica las cosas inanimadas, en los razonamientos ya serios ya irónicos; y en las descripciones, donde la propiedad y viveza de las imágenes, aunque por un término poético, preocupan al lector y le embelesan.
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El fin principal que se propuso Cervantes fue, como él dice: deshacer la autoridad y cabida que en el mundo y en el vulgo tenían los libros de caballerías. Para conseguirlo finge un caballero andante maniático que, agitado de estas ideas caballerescas, sale de su casa en busca de aventuras, con la manía de resucitar la orden ya olvidada de la caballería: y para ridiculizar más plenamente estos mismos libros, ridiculiza al mismo héroe disponiendo que las acciones y aventuras, que en los demás caballeros se representan, serias y graves, surtan en Don Quixote un efecto ridículo, y terminen en un éxito jocoso. De suerte que Don Quijote de la Mancha es un verdadero Amadís de Gaula, pintado a lo burlesco; o, lo que es lo mismo, una parodia o imitación ridícula de una obra seria. Con efecto, se hallan en esta fábula la imitación fiel, la fina ironía, la oportunidad, la naturalidad y la verosimilitud, que son los requisitos que se piden en las parodias ingeniosas y picantes. Este artificio de representar por una parte a este héroe estrafalario con serios coloridos respecto a él mismo, que se contempla siempre valiente y afortunado, y por otra, con los coloridos de la burla y del donaire respecto a los lectores, que miran sus sucesos como son en sí, y como dignos de risa, es nuevo en este género de libros, y es ingeniosísimo, que abre al poeta camino desembarazado y campo espacioso para esparcir y derramar por el de su Historia un caudal inmenso de sales, gracias y jocosidades.
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El QUIJOTE es una mina inagotable de discreciones y de ingenio; y esta mina, aunque tan beneficiada en el presente y en el pasado siglo, admite todavía grande laboreo. ¡Es mucho libro este! Comúnmente se le tiene por un libro de mero entretenimiento; y no es sino un libro de profunda filosofía.
El QUIJOTE encierra en sí gran misterio; aún no se ha descifrado bien el primor de su artificio; lo menos es ridiculizar los desvaríos de la caballería andante; ésa, ya tan sabrosa, no es sino la corteza de esta fruta sazonada del árbol provechoso de la sabiduría: su meollo es mucho más exquisito, regalado y sustancioso.
En efecto, era todavía más trascendental la idea del superior talento de Cervantes: Cervantes no trató en el QUIJOTE de corregir de sus fantasías sólo a los españoles, sino de corregir a la Europa de su siglo. El espíritu caballeresco y fantástico era general en aquel tiempo: los pueblos cristianos, desde las empresas entusiásticas de las Cruzadas, exaltadas las imaginaciones con el influjo oriental, en las peregrinaciones a la Tierra santa, y adoptadas ciegamente las fantasmagorías de la magia y los encantamientos que trampantojando portentosas visiones contra toda ley y orden natural, ensanchaban ilimitadamente, con el horizonte de lo factible, la esfera de la credulidad, cebándose sólo en lo maravilloso y exótico, menospreciaban todo lo que tenía la sencillez de la naturaleza. Y Cervantes, con ingeniosa traza, ideó una inventiva en que la prosa y la poesía de la vida humana, lo fantástico y lo real, simbolizados por lo vulgar y lo caballeresco, estuviese en sensible contraste y acción continua, a cuyo efecto creó dos personajes característicos que figurasen esta contraposición. Tales son Don Quijote y Sancho.
El QUIJOTE, además, es libro que arguye, en quien lo escribió, un caudal de lectura y erudición romántica que asombra: por eso gusta más a quien más sabe de nuestra romancería y libros caballerescos, a que hace continuas y finas alusiones, cuya gracia picante no puede sentir quien no está en antecedentes.
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No se sabe qué admirar más en DON QUIJOTE, si la fuerza de fantasía que pudo concebirle o el talento divino que brilla en su ejecución. Cuando en la conversación llega a mentarse este libro, todos a porfía se extienden en su elogio, y el raudal de sus alabanzas jamás se disminuye, como si saliera de una fuente inagotable. El uno ensalza la novedad y felicidad del pensamiento; el otro, la verdad y belleza de los caracteres y costumbres; éste, la variedad de los episodios; aquél, la abundancia y delicadeza de las alusiones y de los chistes; quién admira más el infinito artificio y gracia de los diálogos, quién la inestimable hermosura del estilo y la propiedad de su lenguaje.
Todas estas dotes que, esparcidas hubieran hecho la gloria de muchos escritores, se encontraron reunidas en un hombre solo y derramadas con profusión en un libro. Y no deja de entrar a la parte de la moravilla la consideración de la época. Pues aunque el siglo XVI sea por tantos respetos acreedor a nuestra admiración y gratitud, ni el carácter que entonces tenía la ilustración, ni la calidad y méritos de los autores que a la sazón sobresalen entre nosotros, ni, en fin, el tono general de nuestras letras, ni aun de nuestros gustos y usos, podían prometer una producción tan original y tan brande, y al mismo tiempo tan graciosa. Ella a nada se parece ni sufre cotejo alguno con nada de lo que entonces se escribía; y cuando se compara el QUIJOTE con la época en que salió a luz, y a Cervantes con los nombres que le rodeaban, la obra parece un portento y Cervantes un coloso.
Empéñense en buena hora los que se precian de críticos en analizar las bellezas de esta fábula y examinar cómo el escritor supo hacer de su héroe el más ridículo y al mismo tiempo el más discreto y virtuoso de los hombres, sin que tan diversos aspectos se dañen unos a otros: como en Sancho empleó todas las formas de la simplicidad; qué de recursos se supo abrir en estas variedades imperceptibles, sin ofender a la unidad de los caracteres; cómo supo enlazar a su fábula los lances que parecían más lejanos de ella: y hacerlos servir todos para realzar la locura del personaje principal, de donde aprendió a variar las situaciones, a contrastar las escenas, a ser siempre original y nuevo, sin desmentirse ni decaer nunca, sin fastidiar jamás. Todo esto pertenece al genio, que se lo encuentra por sí solo, sin estudio, sin regla y sin ejemplares.
Así aparece tanto más vano por no decir inoportuno, el empeño de los hombres doctos que se han puesto a desentrañar las bellezas de este libro, ajustándolo a reglas y a modelos que, no teniendo con él ni semejanza ni analogía alguna, de ningún modo pueden comparársele. Si su autor pudiese levantarse del sepulcro, y viera a los unos apurar su ingenio, a otros su erudición, a otros su cavilosa metafísica y a todos sudar por hacer del QUIJOTE una obra a su modo, quizás les dijera con compasión y risa: «En balde os afanáis, si con esa disposición doctrinera pensáis gustar de mi libro ni hacer entender lo que vale. ¿Qué hay en Homero de común conmigo, ni en Aquiles con Don Quijote, ni qué tiene que hacer aquí Macrobio y Apuleyo, Aristóteles y Longino? Todo ese aparato de erudición y principios podrá servir a vuestra ostentación; más, para explicar mi obra, es del todo insignificante y superfluo. La Naturaleza me presentó a Don Quijote, mi imaginación se apoderó de él y un feliz instinto hizo lo demás. Así, cuando habláis de imitaciones épicas, de intenciones metafísicas y sutiles, de artificio y pulimento, me asombro de ver que haya en mi libro tantas cosas en que no pensé, y que sea menester tanto trabajo para descifrar y dar precio a lo que a mí no me costó ninguno…»
No es posible, ciertamente, hablar de esta obra singular sin una especie de entusiasmo, o, si se quiere, de intolerancia, que se rebela contra toda idea de crítica y de examen. Por eso causa tanta extrañeza, y no sé si diga ira, la gravedad impertinente con que algunos desdeñan este libro, tachándolo de frívolo y de insípido a boca llena.
Todavía es más infeliz el anhelo de los que poseídos de la rabia gramatical o de la manía de singularizarse, pretenden hacerse valer, buscando y señalando lunares en lo que admiran los demás. ¿Y qué es lo que consiguen, al fin, con sus miserables reparos y con sus quisquillas pueriles? Los pasajes notados como defectuosos, hacen con su donaire salir la risa a los labios de los oyentes; el descuido, aunque lo haya, se cubre con la magia del talento; la gracia triunfa, y la crítica desairada y corrida se ve reducida al silencio.
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¿Quién podrá ponderar el mérito y llegar ahora al término de la alabanza que pide la grandeza de esta producción, verdadera fábrica y monumento que descuella en la española literatura, de suyo rica y majestuosa? Las hipérboles y los mayores extremos de elogios dejan de serlo cuando se aplican a este prodigio del arte humano llamado el QUIJOTE. Un soldado inválido, un ingenio lego sueña un pobre hidalgo de un mísero lugar de la Mancha. Le arma de una visera de papelón, de una lanza y escudo tomados de orín y llenos de moho, le sube sobre un rocín flaco, le hace seguir de un rústico sin sal en la mollera, caballero sobre un rucio, y le pone en el campo de Montiel en la madrugada de un día caluroso del mes de julio, para que marche a la aventura, a donde quiera su caballo, sueltas las riendas y dueño de su voluntad. Va en busca de aventuras; y sus aventuras son dormir a cortinas verdes o en fementidos lechos de ventas en despoblado, topar con arrieros, pelear con yangüeses por culpa de Rocinante, medir la tierra con su cuerpo a cada instante, pasar hambre y sed, sufrir calor y frío, ser apedreado por galeotes, apuñeado por cuadrilleros y cabreros, colgado por damiselas, enjaulado por sus vecinos y derribado, en fin, por bachilleres o amigos disfrazados. Ama a una aldeana a quien nunca ve, sueña imperios y batallas y palmas y laureles, y sin embargo, muere pobre y melancólico en el lecho de su casa de la aldea. Esta es la historia, ni más ni menos.
Esta es la invención del Manco de Lepanto en la apariencia, en lo visible. Había un gran diluvio de libros caballerescos, dicen los eruditos, y Cervantes hizo una parodia del famoso entre los famosos: el Amadís de Gaula. ¿Y qué tiene que ver el mundo, qué tiene que ver la humanidad con parodias de Amadises? Los libros caballerescos, dicen otros, eran abortos de escritores que no sabían lo que es arte ni en qué consiste la belleza. ¿Y qué tienen que ver los sabios de todas las naciones con que en España se escribiesen esas monstruosidades? Cervantes, dicen otros, dirigió una invectiva contra los aficionados a esta lectura vana y perniciosa? ¿Y qué tenemos nosotros que ver hoy con esos mal entretenidos?
Sin embargo, desde que apareció el libro del QUIJOTE, comenzó a extender su imperio en todas las inteligencias, así en la tierna del niño como en la madura del hombre; así en la estrecha del vulgo como en la vasta y extensa del hombre ilustrado, y atravesó las fronteras de su patria; y La Mancha y el loco a latere corrieron la Europa llamando la atención de todos, altos y bajos, nobles y plebeyos, soldados y togados, jurisconsultos y publicistas, y todos veían en el loco caballero y en el escudero mentecato algo de la composición y alquimia de su propia índole y naturaleza; y escuchaban sus diálogos como de hombres extraordinarios, como de un Sócrates con Platón; y oían sus sentencias como de oráculos, y sus lecciones como si la experiencia hablase por sus labios; y veían sus aventuras como las aventuras del alma humana, y sus deseos como los deseos del hombre sobre la tierra, y sus caídas como las caídas de nuestras ilusiones, y sus desengaños como los desengaños de nuestro corazón. ¿En qué consiste este secreto? ¿Cómo en dos seres, en dos individuos, está la materia humana en todas sus formas? ¿Qué arte ha podido dar ese relieve, ese contorno, esa verdad, esa universalidad de expresión a dos figuras únicas?
Estos son los secretos del genio. Nosotros, pobres profanos, sólo podemos vislumbrar que fermentan en la cabeza del loco un pensamiento sublime, una locura divina, la locura de la humanidad que desea el triunfo del bien y el reinado de la justicia. Este es el exequátur que los naturaliza en todas las naciones y razas, en todos los ámbitos y en todos los tiempos. El secreto es muy sencillo. Es un hombre que nos e propone aumentar su estatura, ni acumular riquezas, ni conquistarse reinos, honores ni dignidades. Su propósito no es egoísta. No va a resolver el problema de su felicidad. Se propone simplemente, inversos los términos, alcanzar la felicidad y el bien de sus semejantes. ¿Y cómo, con qué medios? No tiene más que sus débiles brazos, un lanzón, una mala cota y un peor caballo; pero tiene una fuerte voluntad, una gran fe, un amor grande hacia la virtud y la verdad, un entusiasmo ardiente por la belleza. Los medios son incongruentes: con una lanza no se redime el mundo; la fuerza del mal es superior a estos remedios. El mundo entero llama a esto locura, y con razón. Cervantes no dejó esta calificación en duda. Pero, en cambio, la humanidad, siquiera por agradecimiento, por curiosidad, porque se trata de un interés general, se interesa en la peregrinación de este loco extraordinario y sigue sus pasos, y observa sus movimientos y parece querer investigar cuál es la resistencia que se le opone, en qué consisten los obstáculos, dónde están los escollos; porque, al cabo, el pensamiento es generoso y propio de un alma grande, y un buen pensamiento, una noble intención, siempre hallan hueco en los humanos corazones.
Verdaderamente, es esto un argumento admirable; argumento para un gran genio y sobre todo para un genio como Cervantes, para un hombre que por el bien de sus hermanos había expuesto su vida a crueles tormentos, y por la gloria hubiera expuesto mil vidas si mil vidas tuviera. Él solo tenía el temple necesario para acometerlo, en su mente los ideales con que componerlo y en su corazón los colores con que pintarlo. Pero no bastaba esto: era necesario unir, al idealismo más sublime, el realismo más grosero; a la contemplación más pura, las pasiones más bastardas; a la poesía más elevada, la prosa más baja; al espiritualismo más refinado, el más refinado materialismo; a la óptica de las ilusiones, el primor de la experiencia; a las aspiraciones al bien, las tendencias al mal; y poner en continuo juego y encuentro la sinceridad con la malicia, el interés con la abnegación, la codicia con el desprendimiento, la castidad con la concupiscencia, el valor con la cobardía, la nobleza con la bajeza, la energía con la pereza, la fortaleza con la debilidad. En una palabra: todos los contrarios en lucha, todos los extremos en oposición; y de esta lucha había de resultar lo cómico en la acción, sin perjudicar lo elevado del pensamiento.
Que Cervantes se hallaba a la altura de este plan colosal lo muestra su ejecución. El QUIJOTE parece, en efecto, como ha dicho Quintana, hecho con la voluntad. Pero hacen estos prodigios como la luz, a un fiat, cuando existe esa consubstancialidad, si nos es permitido usar de esta voz, del genio, del pensamiento y de la forma, cuando se ha agitado el espíritu divino dentro de la mente y llega el tiempo de la plenitud de su calor, la época de crear los mundos en la esfera del arte. Cervantes se hallaba en este periodo, en esta edad dorada de su inspiración cuando engendró el hijo seco y avellanado, esa figura escuálida, espiritada, que, subida sobre el alto Rocinante, parece querer subir a región más diáfana donde vivir la vida del espíritu que representa. A su lado va su eterno compañero Sancho, como enterrado en la materia de que es genuino representante. Ambos son opuestos en naturaleza, en inclinaciones y en objeto. Ambos están en continua lucha con el espíritu y la materia, y, sin embargo, el uno no puede vivir sin el otro, y se buscan y se aman y se creen parte integrante de su ser, de tal manera que Don Quijote no puede estar sin Sancho ni Sancho sin Don Quijote; pintura exacta de la unión y oposición de los dos elementos de la naturaleza humana. ¡Qué desarrollo tan vasto de un elevado plan! ¡Qué conocimientos de su trascendencia hasta a los más mínimos detalles y muy ordinarios fenómenos y manifestaciones de la vida! Allí está la biografía del cerebro en la fuerza de la más intensa fiebre por lo ideal y lo puro, por lo celestial y bello; del cerebro en el orden de sus extravíos y en el concierto y lógica de sus visiones y delirios; porque la locura que se llama discreción y buen sentido, porque el alma ahoga su energía, mata su iniciativa y se ajusta al movimiento de los intereses del mundo; y allí está también maravillosamente sorprendido el punto de contacto, la conjunción de ambas fuerzas y el orden alternativo con que ceden o vencen la sabiduría del mundo y la sabiduría del sabio, la ciencia del vulgo y la ciencia del hombre superior que busca la verdad sin consideración a tiempos ni lugares. Sancho vence por lo común: el elemento, la atmósfera de Sancho es el hecho. Él avisa a Don Quijote, puesto en los miradores de su fantasía, que los molinos no son gigantes sino molinos; que las ovejas no son caballeros, sino ovejas.