Plácido discurre el camino posterior a una aventura y anterior a la siguiente. Atardece en la floresta olorizada de campo limpio, recortadas al Sur y a Poniente las cresterías hechizadas donde moran los magos de malas artes y encubiertos propósitos que siguen la azarosa ruta de los justicieros. Llaman las aves a la recogida con el trino breve mientras la sombra heredada del Sol duplica tenue a los jinetes en sus monturas.
Es momento de asueto en la honrosa dedicación de deshacer entuertos para el héroe y su escudero, circunstancia que al buen Sancho, a lomos de su rucio, parece idónea para concretar el asunto que le ocupa las mientes: «Mire vuestra merced, señor caballero andante, que no se le olvide lo que de la ínsula me tiene prometido, que yo la sabré gobernar por grande que sea.»
Humana preocupación que a nadie puede sorprender. Lo dicho por un hidalgo de la nobilísima estirpe del afamado Don Quijote tiene valor de ley. De ahí la respuesta balsámica a la cuita del villano: «Has de saber, amigo Sancho Panza, que fue costumbre muy usada de los caballeros andantes antiguos, hacer gobernadores a sus escuderos de las ínsulas y reinos que ganaban, y yo tengo determinado de que por mí no falte tan agradecida usanza; antes pienso aventajarme en ella, porque ellos algunas veces, y quizá las más, esperaban a que sus escuderos fuesen viejos, y ya después de hartos de servir y de llevar malos días y peores noches, les daban algún título de conde, o por lo mucho de marqués de algún valle o provincia de poco más o menos; pero, si tú vives y yo vivo, bien podría ser que antes de seis días ganase yo tal reino, que tuviese a otros a él adherentes, que viniesen de molde para coronarte por rey de uno de ellos. Y no lo tengas a mucho que cosas y casos acontecen a los tales caballeros por modos tan nunca vistos ni pensados, que con facilidad te podría dar aún más de lo que te prometo.»
La palabra de tan principal actor no admite duda ni antes ni entre ni después. No es lo que se dice sino quien lo pronuncia, porque espíritu y letra son uno y lo mismo en la intención de quien procura que haya lo mejor para corresponder al servicio leal, a la compañía esforzada y al recto proceder.
Continúa Sancho el diálogo con Don Quijote y viceversa, de cara el escudero a su señor y éste a aquél, acordando los pormenores del futuro próximo:
—“Si yo fuese rey por algún milagro de los que vuestra merced dice, por lo menos Juana Gutiérrez, mi oíslo vendría a ser reina y mis hijos infantes.
—¿Pues quién lo duda?
—Yo lo dudo, porque tengo para mí, que aunque lloviese Dios reinos sobre la tierra, ninguna asentaría bien sobre la cabeza de Mari Gutiérrez. Sepa, señor, que no vale dos maravedíes para reina; condesa le caerá mejor, y aun Dios y ayuda.
—Encomiéndalo tú a Dios, Sancho, que él le dará lo que más le convenga; pero no apoques tu ánimo tanto que te vengas a contentar con menos que con ser adelantado.
—No haré, señor mío, y más teniendo tan principal amo en vuestra merced, que me sabrá dar todo aquello que me esté bien y yo pueda llevar.”
Preocupa a Sancho la empresa del porvenir, pues quiere merecer tal distinción para él y los suyos, que también son él y de los que no va a prescindir al amor de los lauros con los sones de dignidad musicalizando el gobierno.
Sosiégale el ánimo y atempérale la disposición el juicioso Don Quijote. Todo llega si ha de llegar, y a su tiempo y a su debida forma la obra se realiza a la vez que el hombre designado para la alta instancia se consagra en cuerpo y alma a ese destino.
El camino de ambos sigue una jornada más, distinta a la de ayer, diferente a la que será mañana; cada cual con su encomienda y a ratos, cuando las circunstancias lo permiten, compartiendo lo que es del uno y del otro por voluntad del que da y del que recibe.