Hay que verla, como ida, sofocada por el desconcierto. La noticia, una noticia impensada, inverosímil noticia que excede el bulo y asaetea el noble linaje del sentimiento, es la causante de su aflicción. En la plaza pública y al inapelable juicio de las gentes de bien exterioriza su amargura, acendrada enemiga ella del disimulo, negada a la transacción con los emisarios de la nefanda tendencia anuladora.
Acuna en brazos inquietos, cual objeto precioso de color esmeralda usado con filigrana de oro, un ejemplar ilustre de El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, de Miguel de Cervantes Saavedra. Edición IV Centenario, adornada con 356 grabados de Gustavo Doré, enteramente comentada por Diego Clemencín y precedida de un estudio crítico de Luis Astrana Marín, más un índice resumen de los ilustradores y comentadores del Quijote por Justo García Morales. Puesto a disposición de todos los que sepan leer y quieran desde la mágica lectura comprender los avatares de la vida.
Anuncian a todos los que a escuchar alcance y a ella, además, voces presas de la congoja, que disposiciones políticas de nuevo aunque añejo cuño repudian a Cervantes, a don Miguel de Cervantes Saavedra —el manco de Lepanto, el cautivo de Argel, un español ejerciente, el egregio nombre de la Literatura Universal—, en Patria por él amada y magistralmente descrita en sus pormenores.
Repudiado por español y por inteligente. Repudiado por esos que no gastan ni de lo uno ni de lo otro. Repudiado por la envidia; qué mala es la envidia.
«Cosas veredes, mujer valiente, y qué cosas»
De ser ciertos los visos de la mala nueva, la mujer sosteniendo el libro maestro quedará voluntariamente excluida de esos aconteceres que conforman el pequeño mundo asimilado, otrora contemplados con ojo atento y estómago en desasosiego; más bien calibrando el grosor de la maroma que estira o empuja en el cotidiano existir.
Aun siendo cierta la terrible noticia —cuando el río de la inquietud suena pesar lleva—, promete cabalmente no ceder a la resignación de mirar por encima de los muros o por el ojo de la cerradura lo que fue y lo que habrá de venir; promete, en segunda instancia, no abonarse al rencor habiendo acopiado desdén y sin renuncia expresa al encaje en un algo similar a la reafirmación, también denominado orgullo de la dignidad y de la honrosa tarea por delante. No hay mejor desprecio que no hacer aprecio, musita al viento céfiro.
A mirar con los ojos del rústico Sancho se destina ella en un arrebato exigente. Acude a la morada del fiel escudero en busca de consejo y apoyo.
—Dime, buen Sancho: ¿qué tercian en diálogo fraternal Babieca y Rocinante?
B: ¿Cómo estáis, Rocinante, tan delgado?
R: Porque nunca se come, y se trabaja.
B: Pues, ¿qué es de la cebada y de la paja?
R: No me deja mi amo ni un bocado.
B: Anda, señor, que estáis muy mal criado, pues vuestra lengua de
asno al amo ultraja.
R: Asno se es de la cuna a la mortaja. Ja. ¿Queréislo ver? Miradlo
enamorado.
B: ¿Es necesario amar?
R: No es gran prudencia.
B: Metafísico estáis.
R: Es que no como.
B: Quejaos del escudero.
R: No es bastante. ¿Cómo me he de quejar en mi dolencia, si el
amo y escudero o mayordomo son tan rocines como Rocinante?
—Dime, Sancho: ¿dónde he de hallar a don Quijote? Dícteme tu sabiduría cuántas distancias tengo que recorrer para alcanzar la cordura.
Ella, que aletea en el claroscuro, tiene amistades ficticias que son reflejos batalladores en pro y en contra de la hacedora, a las que concede su inventiva en el desarrollo de situaciones diarias desde su peculiar observatorio. Estas amistades imaginarias, sueltas de la inclusa, practican el guión libre; o sea, triscan como duendes que tiran doquiera apetezcan y al salto de tapia, burlescos y burladores, sátiros de la tienta bailando el agua en corro al ofuscado don Quijote, penitente en la intrincada floresta de Despeñaperros. La viveza con que su alentada imaginación recrea esas amistades dotadas de franquicia la llevan a experimentar todas las pasiones como si realmente le hubiesen sido adjudicadas. Forzada a recobrar el tino una o dos veces al día, a su pesar, soporta estoica el trance para al cabo ceñir los estribos de su cabalgadura esquivando las zonas mediatizadas por el anuncio oficial.
—Gracias, amigo Sancho, por traerme a lomos del impetuoso Clavileño. Quédate tú también y conmigo cuida del Caballero en esta hora maldita de dislate y subordinación.
A su lado, acompasada la marcha de fuga y cierre, con el sano juicio en la visera prosperando cual gallardete, don Quijote, genio y figura, previene a Alonso Quijano -ya el hombre cerciorado y preso de la repercusión de las aventuras montaraces- sobre la imposibilidad de atar las lenguas de aquellos maldicientes:
Que es tanto como querer poner puertas al campo o coto a la hidalguía.
—Permite, Sancho, que me dirija al Caballero de la Triste Figura y el honor en ristre con palabras de certeza.
«Entienda vuesa merced que los mal curiosos, los chismosos, los tratantes, los famélicos de espíritu e inteligencia, los parasitarios, los blandos, los traficantes, los esquinados, los arribistas, los mandatarios de poder excluyente, los mediocres y los envidiosos son los culpables de la histórica decadencia española y de la vergonzosa circunstancia del extrañamiento de la patriótica labor de sus próceres».
—Amigo Sancho, no le guardes el secreto y cuenta a todos los que presten oído dónde encontrar la esencia de la literatura.